Dos piezas maestras del sarcasmo


«La idea que preside Del asesinato considerado como una de las bellas artes recuerda la de Una modesta proposición destinada a evitar que los niños de Irlanda sean una carga para sus padres y el país en que Swift proponía una solución radical al exceso de niños irlandeses: cocinarlos y comérselos. El propio De Quincey menciona este antecedente para justificarse ante quienes lo acusaban de una extravagancia de mal gusto; nadie pensará seriamente en comerse a un niño, dice, y en cambio existe una tendencia universal a examinar los asesinatos, incendios y otros desastres desde el punto de vista estético. Pero el argumento puede volverse contra él porque tiene doble filo. En efecto, la monstruosidad del texto de Swift realza su indignación contra los explotadores de Irlanda; quienes se escandalizan de que se hable de niños asados, y sin embargo toleran perfectamente el sufrimiento y la muerte de niños ya no figurados sino reales, son las primeras víctimas de la sátira; el arma feroz del humor sirve para un combate moral y también social y político. Por el contrario, lo escandaloso en De Quincey es que el humor gira en torno a sus obsesiones sin llegar a expresarlas claramente y podría interpretarse como una adulación al gusto por la violencia. El mismo no debía sentirse muy seguro de sí a juzgar por sus muchas advertencias y explicaciones, pero el tema lo preocupaba y después del primer artículo que le dedicó (y además de las muchas ilusiones al asesinato que se encuentran en su obra) volvió a él, como forzado, en dos ocasiones, dándole cada vez un tratamiento distinto. Lo que ahora leemos como un libro son dos artículos, publicados por primera vez en el Blackwood's Magazine los años 1827 y 1829, y un Post scriptum que añadió De Quincey en 1854 al recogerlos en la edición de sus Obras Completas. El primer artículo se presenta como una conferencia sobre el tema leída como las actas de una cena conmemorativa del club; el Posty scriptum es el relato de tres crímenes. Los dos artículos son una pieza clásica del humorismo inglés. Hay en ellos páginas de gracia e inteligencia, como la famosa observación, [tantas veces citada]:
"Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento."
Por el contrario, tampoco faltan momentos en que un temblor nervioso, casi histérico, traiciona la voz del escritor —pienso en el encuentro entre el aficionado y el panadero de Mannheim— y al terminar la lectura nos queda la impresión que algunos aspectos no fueron resueltos artísticamente, como el desaforado personaje Sapo-en-el-pozo, en quien acaso lo siniestro y lo cómico no llegan a fundirse del todo. Tal vez De Quincey, detenido menos por temor al público que por la barrera de sus propias represiones, no se aventuró lo bastante lejos. En cambio en el Post scriptum (que es la mitad del libro) al contar los asesinatos de Williams y los M'Kean en tono ya no humorístico sino trágico, logró al fin la obra maestra, el definitivo exorcismo de sus fantasmas. Si hasta entonces lo defendió la risa, De Quincey depone ahora sus defensas, en vez de eludir el horror le hace frente y se atreve a contemplarlo con la mirada sin párpados del visionario.
 
Engañado por el título el lector puede creer que en Del asesinato... encontrará esos pulcros crímenes de las viejas novelas policiales en que se escamotea el dolor y la angustia de la muerte para convertirla en cifra de un tranquilo problema intelectual. Nada de eso. A De Quincey no le interesa el asesinato por su abstracción sino por su tremenda materialidad; censura expresamente el envenenamiento —novedad lamentable traída sin duda de Italia— y elige como modelo del género las violencias de Williams, que fulminaba a sus víctimas de un mazazo antes de degollarlas. A lo sumo concede que el misterio es un elemento valioso y recuerda, entre otros ejemplos, el asesinato del rey Gustavo Adolfo de Suecia, muerto cuando mandaba una carga de caballería en la batalla de Lützen, crimen cumplido a plena luz y en medio de la matanza general de la guerra, tal como en el Hamlet hay una tragedia dentro de la tragedia. De Quincey formula en los artículos varias de estas observaciones llenas de agudeza pero en el Post scriptum intenta algo más, una verdadera recreación de los asesinatos; antes narraba brevemente los hechos y los juzgaba desde fuera, ahora el drama se desenvuelve ante nosotros en el teatro de su imaginación. Al leer la primera escena, que transcurre en un barrio popular de Londres un sábado por la noche, recordamos que en sus Confesiones de un opiómano inglés De Quincey cuenta que solía tomar opio ese día y, poseído por la droga, recorría las mismas calles, precisamente por esos años, a fin de observar a la muchedumbre de los trabajadores londinenses en su noche libre del fin de semana. Es seguro que al escribir estas páginas debió evocar sus experiencias y preguntarse si alguna vez no se cruzó con el temible asesinato abriéndose paso entre la gente.»

(Del prólogo de Luis Loayza a: Thomas De Quincey. Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Ed. Alianza.)

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