El exilio interior (con Bucarest de fondo)


Mi amiga M., que tiene particular inclinación hacia las literaturas recónditas, en especial la centroeuropea, me insistía en leer este libro. "Léelo, léelo". Bueno, no lo decía así, porque mi amiga M. es sutil y te va ganando sin forzamientos ni perentorias, pero yo lo entendía de ese modo. Y decodificaba el significado del significante de sus palabras como: "Léelo. Deberías leerlo". En realidad, solo empecé a sentir una cierta curiosidad por este libro cuando mi amiga M., hablando del mismo, deslizó en su conversación ciertos términos clave: literatura rumana, decadencia, bohemia, Bucarest, principios del siglo XX, personajes terribles. Fue entonces, y solo entonces, lo reconozco, cuando abrí un poco más mis oídos y el nervio auditivo transmitió certeramente a mi cerebro sensitivos impulsos de creciente interés, que me hicieron claudicar, finalmente, a la reiterada recomendación literaria de mi amiga M.

Y he aquí que me embarco en esta novela de título enigmático y rimbombante, que me recuerda, al ponunciarlo, una grave melodía barroca para fagot: Los depravados príncipes de la Vieja Corte. Su autor, Mateiu I. Caragiale, fue un dandy solitario y perfeccionista, invisible socialmente, que enarboló el lema vital de "Cave, age, tace" ("Vigila, trabaja, calla"). Tardó diez años en acabar esta obra de ambiente urbano y personajes atípicos, más lírica que épica, y con la que llegó a romper moldes en el panorama de la literatura rumana de su época, anclada en un monótono realismo de ambiente histórico y rural. 

Obra crepuscular y absolutamente decadente, relata la historia de un inédito trío de poetas del vicio, Pasadia, Pantazi y el propio narrador, entregados a la bohemia de un mundo a la deriva con el impagable apoyo, en calidad de maestro de ceremonias en la depravación, del crápula Pirgu. Personajes humanos y dantescos, repulsivos e inolvidables que recorren las calles y las plazas, las tabernas y los antros, los parques y los tugurios del Bucarest de la primera década del siglo XX, en busca de un pasado aristocrático y refinado que han perdido para siempre. La ciudad, Bucarest, sin duda un personaje más, y cuya constante presencia en la narración constituye uno de sus grandes atractivos, se nos presenta como una extraña y grotesca mezcla de refinamiento y erudición, de balcanismo y occidentalismo. Una ciudad que asiste al ocaso de su belle époque (el estallido de la I Guerra Mundial era inminente) y que vive las últimas horas de lo que vino en llamarse «el pequeño París», una auténtica «edad de oro» para el subconsciente colectivo.

Considerada por la crítica de su país como la mejor novela rumana del siglo XX, es esta una obra de lenguaje modernísimo, dúctil, rico en matices, y un ritmo musical poderosamente evocador. Solo así, mediante los matices, pueden hacerse creíbles unos caracteres tan en declive, tan autodestructivos, al margen ya de un mundo, prosaico y banal, que no les pertenece. Y es que cuando el entorno resulta incomprensible y ajeno, y ya poco o nada queda en él en lo que reconocerse, quizá el mejor escape posible sea el exilio voluntario, pero no un exilio físico ni traslativo, sino un repliegue interior, personal e íntimo. Justamente este exilio interior es el que buscan (y encuentran) los Pasadias y los Pantazis que recorren las páginas de esta novela extraña, sombría y de singular e inexplicable encanto.  


[Fragmento]:
  «Bajo los altos árboles, al atardecer, aquel desconocido paseaba su melancolía. Sus pasos eran graves, apoyado en aquel bastón de madera de cerezo, recorriendo el parque a paso lento, fumando y deteniéndose de vez en cuando asaltado por sus pensamientos.
  ¿De qué índole serían estos, que lo conmovían hasta las lágrimas?
  El cielo ya se había cubierto de estrellas cuando aquel soñador se aprestaba a proseguir sin prisa alguna su camino. Se dirigía a cenar. A medianoche se dejaba caer de nuevo por alguna tasca en la que echar un trago y quedarse el mayor tiempo posible, hasta que cerraran. Y luego merodeaba por las callejuelas esperando el alba.
  Ya he mencionado que por todas partes nos encontrábamos. Y tanto me había acostumbrado a su presencia, que si por casualidad un día no lo veía, lo echaba en falta. Divisándolo una vez en la estación, mientras tomaba el tren rumbo a Arad, me invadió un cándido desaliento, al pensar que tal vez mi amigo desconocido, aquel hombre que contemplaba con tierna mirada el cielo, los árboles, las flores y los niños, podía irse para siempre.
  Difícilmente hubiera caído en el olvido, pues su recuerdo estaba ya estrechamente ligado a Cismegiu, parque al que guardaba enorme fidelidad incluso en la estación de las grandes lluvias que cayeron en aquel estío, antes de la aparición del cometa. En aquella explosión de vegetación ebria de humedad, el parque, completamente desierto, desvelaba al anochecer una belleza insospechada, cuando el cielo se despejaba por un instante. Y en la tarde más maravillosa de todas, me llevé la agradable sorpresa de volver a encontrar a mi amigo en el gran puente del lago.
  Apoyado en la frágil baranda, fijaba su mirada en los blancos destellos del vespertino lucero que acababa de aparecer. Al yerme con un cigarro encendido, vino a pedirme fuego y aquel fuego fue suficiente para derretir entre nosotros cualquier forma de hielo.
  Me enteré entonces de que yo tampoco le era un completo desconocido, habida cuenta de la asiduidad con la que nos veíamos. También él esperaba la ocasión de poder presentarse y le daba las gracias a las circunstancias por habérsela concedido justo en aquel atardecer.
    -Ante la Belleza -precisó él- la soledad se hace insoportable, y esta noche es tan hermosa, amigo mío, una noche de fábula y ensueño. Una noche que, como suele decirse, se repite; desde siempre, los maestros de antaño se han deleitado en los misterios de su arte representando leyendas sacras, pero rara vez su más afinado pincel logró darles la nítida sombra en toda su transparencia azulada. Es la noche del destierro de  Agar, la noche de la huida a Egipto. Es como si, presa de la fascinación, hasta el tiempo hubiera detenido su discurrir. Y no hay brisa alguna en el aire diluido, como no hay ningún murmullo en la hojarasca ni estremecimiento alguno en el resplandor del agua...»
(Los depravados príncipes de la Vieja Corte. Mateiu I. Caragiale. Trad. de Rafael Pisot y Cristina Sava. Ed. El Nadir)

Imagen de entrada: Strada Franklin, con el Ateneo de fondo, Bucarest, ca. 1910 

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