El árbol, de John Fowles


Este, señores que me leen o que me contemplan impasiblemente desde sus coordenadas universales, es un libro exquisito. Exquisito por fuera y exquisito por dentro. Me atrevería (me atrevo, de hecho) a decir que libros así son los que traspasan décadas, siglos, convirtiéndose en raras y preciadas miniaturas bibliográficas que -estoy seguro- lectores del futuro buscarán afanosamente en librerías de viejo. Tal es la delicadeza de la edición. Y tal es la sensibilidad que irradia su contenido: el testimonio íntimo, lúcido y artístico de un hombre (en este caso, un hombre con nombre y apellidos, John Fowles) que nos habla de su pasión por los espacios naturales, y del sentimiento de grandeza, belleza e inefabilidad que le inspiran.

Para quien con frecuencia se siente encarcelado en la urbe, como yo, o simplemente para quien siente una atracción inexplicable (seguida de un efecto vivificante) por internarse y recorrer un bosque solitario, también como yo, debería dedicarle a esta obra de Fowles una lectura detenida, no exenta de futuras relecturas. No estoy hablando para aquellos cuya experiencia con lo natural se reduce a ver en una pantalla documentales de National Geographic, no creo que esos me entiendan, ni creo que lleguen a entender una palabra de lo que Fowles escribe aquí.

"Tal vez el que hallara cierto sentimiento religioso en mi inmensa devoción por los bosques se deba a que nunca tuve una verdadera religión que seguir (y sigo sin tenerla). Sus misteriosas atmósferas, sus silencios, sus pasillos (sobre todo en los hayedos)... Hasta los bosques más pequeños guardan sus secretos y sus lugares recónditos, sus recintos sin señalizar, y todos los edificios sagrados, desde la catedral más grandiosa hasta la capilla más pequeña, y todas las religiones hunden sus raíces en el aura natural de esos escenarios boscosos. En ellos, nos hallamos entre otros seres más longevos, más grandes e infinitos, más alejados de nosotros que la forma de vida no humana más extraña que pudiéramos imaginar: ciegos, inmóviles, sin habla (o capaces de usar tan solo las confuses paroles de Baudelaire), vigilantes... En general, podemos decir que adquieren la única forma física que podría tener un dios universal."

John Fowles, autor de novelas como El coleccionista, El Mago  y La mujer del teniente francés, recurre a su propia infancia en Inglaterra para situar el comienzo de El árbol (1979), breve ensayo parcialmente autobiográfico que es, ante todo, una precisa y preciosa reflexión sobre el arte, la creación y la relación del ser humano con la naturaleza. Allí, en un pequeño pueblo del condado de Essex, su padre cultiva árboles frutales en el jardín de la casa familiar. Será esa vívida imagen, la de lo salvaje ajardinado y manipulado, la que, al rebelarse contra las estrictas ideas paternas, sirva al escritor, al modo de un detonante de polo opuesto, para admirar y captar la belleza de los espacios naturales no modificados por el hombre.

John Fowles
La prosa pulida y cercana de Fowles consigue, por momentos, expresar aquello que el escritor define como irreproducible, que no es otra cosa que las manifestaciones sensoriales de un entorno natural: "Los dos grandes medios más empleados en la actualidad para reproducir la realidad, es decir, la palabra y la cámara, son absolutamente insuficientes en este caso." Pero precisamente, concluirá más adelante, ese es su inmenso valor: "Únicamente de una manera personal, de una manera directa, podemos llegar a conocer la realidad natural, en su propio presente. Nadie puede comprenderla a través de otro. Ni siquiera parcelándola. Solo se puede llegar a ella a través de uno mismo." Eso es lo que hace -añado yo- que la admiración placentera, el disfrute respetuoso de la naturaleza sea, además de una experiencia física, un acto inequívocamente espiritual.  

El árbol es una obra seria y ética. No estamos ante una apología de tinte ecológico hecha con cuatro frasecitas pretendidamente trascendentes y políticamente alborotadoras. Este es un ensayo humanista, honesto y sentido, una obra contra el encasillamiento y las clasificaciones, una apuesta por la libertad y por la comunión del ser humano con su lado más natural e instintivo.

La edición de Impedimenta, ya se ha comentado, es un placer para los sentidos, un ejemplo del nivel de excelencia que están alcanzando algunas editoriales pequeñas en España. La traducción, ágil y transparente, de Pilar Adón, está a la altura de la exigencia del texto original (lástima tan solo algún desliz reiterado, como el entrometido giro "la práctica totalidad", tan de moda hoy entre los periodistas, pero rechazable por incorrecto).

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