Elocuentes silencios
("Silencio en Milán" de Anna Maria Ortese)

Si mezcláramos en una coctelera la introspección reveladora de Clarice Lispector, la prosa poética de Ana María Matute y la conciencia social de Carmen Martín Gaite, tendríamos algo parecido a Anna Maria Ortese, esta inclasificable escritora italiana de la que Minúscula acaba de poner en la calle su Silencio en Milán (1958), después de que hace algunos años publicara su excelente El mar no baña Nápoles. La editorial cumple su número cincuenta y lo celebra con este libro exquisito, una delicia que prueba lo que es editar aunando buen gusto y rigor.

¿Qué contiene este Silencio? Seis relatos, presididos por la premisa que la propia Ortese quería para su escritura: «Atrapar una imagen y reproducirla viva, grande, colorida, con todos los caracteres precisos de la realidad y todas las deliciosas vacilaciones de lo irreal.» A Ortese le interesa la otredad, eso está claro. Su atención se dirige a personajes que están al borde mismo del desarraigo, del hastío, de la soledad. Personajes que están ahí, bajo el mismo cielo y bajo el mismo techo que los demás, en la misma riada de la vida que nos lleva, pero cuyas opiniones, y aun ellos mismos, no cuentan. El matiz de «al borde de» es importante, porque el lector asiste, como testigo exclusivo, al momento mismo en que se produce esa fractura existencial. Excluídos (forzadamente o por voluntad propia), al margen, seres que no entienden el mundo y que, por primera vez, toman conciencia de ello con una serena intensidad. «¿Qué era él, entonces?», se pregunta Antonio en el relato El desempleado. Y continúa: «Mientras andaba de prisa, pese a que no necesitaba hacerlo, hacia el final de la calle, sintió como un destello que le atravesaba la cabeza. Pero, como siempre, le duró apenas una fracción de segundo, y así se truncó de nuevo su esperanza de comprender su relación con la ciudad, con la vida.» Alberto y Masa, los jóvenes hermanos protagonistas del impresionante La mudanza, se debaten entre sus últimas esperanzas de ser felices («Lo de aquí era un sueño. Este desierto no era la vida. Pasaría. Había que ser valiente. Pasaría.») o sucumbir, definitivamente, a la inapetente y tediosa realidad que les circunda («Seguían viviendo por timidez, por no molestar, como la Tierra sigue girando monótona en el pálido invierno»).

Alguien podría llamarse a engaño, por lo dicho, y creer que la literatura de Ortese es sombría y deprimente, cuando es todo lo contrario. Es luminosa y cálida, tierna, bellamente descriptiva, dotada de una exquisita elegancia. También hay en ella un cierto estoicismo, una aceptación vital y una moderación expresiva muy gratas. En estaciones de tren, en apartahoteles, en locales nocturnos, en modestas viviendas, en internados..., ahí donde la vida bulle, sobre hombres y mujeres —vidas insignificantes, sencillas y complejas al mismo tiempo—, es donde, sensible e íntima, la escritora italiana detiene su mirada, antes de que el silencio lo inunde todo. El silencio vespertino y misterioso de Milán.

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