
Hay quien dice que los clásicos de la literatura deberían traducirse cada nueva generación, porque el lenguaje envejece y la traducción de una obra hecha hace veinte años puede revelarse hoy como acartonada o demasiado postiza. Lástima no poder leer en inglés y en francés, en ruso o en italiano, y prescindir de la traducción. Hay una expresión italiana, un juego de palabras, que ha hecho fortuna en todo el mundo: Traduttore, traditore. Fácil de traducir al castellano: traductor, traidor.
Refleja la absoluta imposibilidad de conseguir una traducción fiel al
original, o más aún, que la fidelidad no existe, que toda traducción,
en última instancia, es una obra de creación. El que no lo crea, que
pruebe a comparar distintas ediciones de obras traducidas, que
observará notorias diferencias. Como lo de leer las obras originales no entra dentro de mis posibilidades, tengo que conformarme con las versiones españolas de los traidores traductores. El truco para no pasarlo demasiado mal es claro: confiar en los mejores traidores, en los traidores con clase, que los hay, y excelentes. Puestos a traicionar, que la traición merezca la pena, ¿no les parece?
Al hilo de esto, una última tendencia que se está poniendo de moda desde alguna editorial es el replanteamiento y nueva traducción de algo tan delicado como son los títulos de obras clásicas entre clásicas. Si hace poco Papá Goriot de Balzac, se transformó en El pobre Goriot, el Bel ami de Maupassant se bautizó como Buen amigo, y Los monederos falsos de Gide fue fulminado en favor de Los falsificadores de la moneda, el próximo otoño tendremos ocasión de conocer un lifting nominal de la obra maestra de Flaubert y de la literatura francesa, ya que la sempiterna Madame Bovary pasa a ser, por arte de magia de la traición, La señora Bovary. Y todo por el (¿inútil?) afán de cambio de costumbres de una gran traidora, María Teresa Gallego Urrutia, traductora de estas obras para la editorial Alba. Gallego se ha propuesto ser extremadamente precisa con la lengua y ha preferido retar al peso de la tradición editorial y a los hábitos del público lector poniendo los puntos sobre las íes. Prefiere ser fiel y valiente con su oficio y dejarse de vicios arrastrados con el tiempo y de gestos de cara a la galería. Si Madame Bovary es, en español, La señora Bovary, pues es La señora Bovary, y punto, por muy conocida que sea la anterior versión. Ahora bien, cualquiera es el guapo que se acostumbra al nuevo título. ("¿Has leído Madam..., digo La señora Bovary?") Nos va a costar más que cuando cambiamos de pesetas a euros, o cuando, dentro de poco, volvamos de nuevo a las pesetas. Supongo que es cuestión de plantar hoy la semilla de los nuevos títulos y que, dentro de varias generaciones, terminen por asentarse y germinar en el consciente -y en el subconsciente, lo que es más difícil- de la audiencia lectora. Yo desde luego, no me acostumbraré, lo sé, y seguiré llamándolos por su título de siempre. La rutina es difícil de cambiar y requiere de mucho y constante entrenamiento.
Ya puestos, y sin ánimo de incordio, la traductora podría haber sido aún más atrevida y haber titulado La señora de Bovary, ya que Bovary es el apellido del marido de la protagonista (Emma Rouault, de soltera) y, en español, el apellido del marido va unido al nombre de la mujer mediante la preposición "de". En caso contrario, parece que Emma es Bovary de nacimiento. Todavía hay tiempo para pensárselo.
Imagen: Cromolitografía. Mitad siglo XIX