Paseos por Londres

«El encanto de Londres no es fácil de definir; es un poco como las mezclas de té que los "connosieurs" elaboran minuciosamente a partir de innumerables variedades alineadas en sus grandes cajas cuadradas sobre los mostradores de Fortnum and Mason; no procede de sus monumentos, que no poseen nada verdaderamente destacable, ni de sus perspectivas, generalmente mediocres, sino de todo lo demás: de las calles, las casas, los comercios, la gente, de esas hileras de bellos edificios que bordean una plaza sembrada de árboles centenarios, con sus puertas de madera lacadas uniformemente en rojo o verde oscuro y sus aldabas de metal dorado; de sus calles en semicírculo donde las antiguas cocheras para carruajes hoy se han convertido en los estudios lujosos de la bohemia dorada y de la intelligentsia; de esos miradores tras los cuales se distingue vagamente el contorno cosido de un sofá Chesterfield, el reflejo de un fuego en una chimenea, un juego de té de una finura extrema; de esos parques, donde el domingo por la mañana, oradores de cualquier tipo y de cualquier procedencia se suben a cajas de detergente para exhortar a las masas a que anden en bicicleta, a que rechacen lo atómico o el ejército, a que resuelvan la crisis recuperando los periódicos viejos, a que no fumen, a comer ensalada, a rezarle a Dios, a creer en el Mesías, a amar a los corderos o practicar la meditación trascendental; de esas tiendas ascentrales donde, a lo largo de cinco o seis generaciones, vendedores de estilo impecable, siguen proponiendo mercancias únicas en el mundo, como Fribourg & Treyer, proveedores de tabaco para aspirar de sus Majestades los reyes de Hannover y Bélgica y de sus Altezas reales los duques de Sussex y de Cambridge, y la duquesa de Kent, a lo alto de Haymarket, donde se encuentran no solamente varios cientos de variedades de tabacos cada uno con un aroma más sutil que el anterior, sino también maravillosas tabaqueras, minúsculas cucharillas de plata, y enormes pañuelos de cuadros; de esos pubs inimitables, todos en madera, cuero y cobre, cuyos relojes adelantan siempre cinco o diez minutos para permitir a los clientes pedir una última pinta a la hora fatídica del cierre; colegiales con gorras y chaquetas, chicas con vestidos largos o minifalda, indias bonitas con saris, la ropa, las flores y los peces rojos de Portobello, la lluvia, la niebla, los Bobbies y los Beefeaters, los fish and chips, los House Guards y su impasibilidad legendaria, los preciosos coches, las viejas bicis, las señoras con traje de chaqueta de tweed verde dando de comer a los pájaros, las familias de picnic sobre el césped de Hyde Park...»
 
Georges Perec. Lo infraordinario (Ed. Impedimenta)

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