Un solitario rencoroso


Siempre me interesaron los lugares donde se da vida a una obra: el espacio físico, la luz, el mobiliario, los instrumentos de escritura -las matronas de su parto- que fueron piezas básicas en su concepción. Cuanto más simples y austeros son, más me gustan. Es la austeridad la que preside la habitación personal de Rousseau en su casa de Le Mont-Louis, en la ciudad de Montmorency (Val-d’Oise), a las puertas de París. Fue en Montmorency donde Rousseau escribió obras mayores como Emilio o la Educación, El contrato social, o Julia o la nueva Eloísa.

La casa de Rousseau, como la de muchos grandes hombres que brillaron por su inteligencia, es de una sencillez extraordinaria. Son casas cómodas rodeadas por acogedores jardines, casas para vivir, no para mostrar. Su escritorio se sitúa de cara a la ventana, la luz natural lo realza y le da vida. Su huérfana presencia en medio de la habitación, exceptuando la cama que aparece al fondo, nos transmite sensaciones de espacio, nitidez y orden.

Rousseau es uno de esos autores que se observan a sí mismos, quiero decir que utilizan la escritura como una especie de radiografía interior con la que intentan detectar todos los sentimientos que experimentan, sistematizándolos y plasmándolos con precisión (éstos son los escritores que más me interesan). Este verano he acudido a sus Confesiones de un paseante solitario, el libro de un solitario rencoroso. Rousseau no se muestra en él todo lo sincero que debería ser el autor de un diario personal, pero me da igual, lo que me interesa es su propia contradicción, su pataleta de niño, su herida de vida. Atacado por muchos, Rousseau se refugió en el campo, dedicado al paseo contemplativo y al estudio de las plantas. Voltaire, su máximo enemigo, dejó dicho de él que era un blandengue y un tartufo. Su vida y su obra, sin embargo, fue muy apreciada por los románticos, que encontraron en él una fuente de inspiración.

Cada vez me interesan más los perdedores. Rousseau es uno de ellos (aunque él lo negaría).

Comentarios