Y a Pan se le llamó Diablo



Dice Hillman* que en la habitación de todo viajero hay una Biblia, cuando debiera de haber una Odisea. Cuando hablamos, Grecia está en nuestras palabras; cuando pensamos, construimos, calculamos y organizamos, Grecia da forma a nuestras mentes. Incluso la idea de idea es griega. Independientemente de que seamos tibetanos o jamaicanos, que hayamos nacido a orillas del mar Rojo o del mar Amarillo, sin resto alguno de la Grecia real en nuestros huesos ni la más vaga idea acerca de los mitos griegos, desde el momento en que nos hallamos inmersos de manera inexorable e innegable en el curso arrollador de aquello que ha conformado la civilización euro-americana-atlántica —sus nociones acerca de las leyes y la educación, de la tecnología y el razonamiento, de la psique y la persona—, si queremos conocernos a nosotros mismos debemos retornar a Grecia, donde esta misma idea fue formulada por primera vez.

Pero la Grecia a la que regresamos no es literal. "Grecia" persiste como un paisaje interno más que como un paisaje externo, como una metáfora del reino imaginal en el que moran los arquetipos en forma de dioses.

Ninguna otra mitología conocida por nosotros evolucionada o primitiva, antigua o moderna goza de un grado de complejidad y de sistematización semejante a la griega. El mito griego sirve de un modo menos específico como una religión y de un modo más general como una psicología, operando en el alma a un tiempo como estímulo y contenedor diferenciado de la extraordinaria riqueza psíquica de la antigua Grecia. Volvemos a Grecia para descubrir los arquetipos de nuestra mente y de nuestra cultura.

Existe una buena razón  para que Pan sea el guía de este retorno a la imaginación de Grecia ese tipo de mentalidad que precedió a la civilización cristianizada. El famoso tratado de Plutarco (ca. 46-120 d.C.) en el que se anuncia la muerte del Gran Dios Pan coincide con el ascenso del cristianismo. Leyendas, imágenes y teología dan fe de un conflicto irreconciliable entre Pan y Cristo, una tensión nunca aliviada en la que el Diablo, con sus cuernos, sus pezuñas y su cuerpo peludo, no es otro que el viejo Pan reflejado en el espejo cristiano.

La muerte del uno supone la vida del otro. Este contraste aparece de nuevo en la simbolización de sus cuerpos, sus geografías, su retórica. Uno tiene la caverna, el otro el Monte; uno la música, el otro la Palabra; las patas de Pan saltan y bailan, aunque sean torcidas, peludas y con pezuñas; las piernas de Jesús están rotas y estiradas, sus pies están cruzados y clavados en la cruz. Jesús es el Buen Pastor; Pan, la cabra montaraz e ingobernable. Pan ofrece una figura desnuda y fálica; Jesús se nos presenta circundado, vestido y asexuado.

En nuestra civilización, el conflicto Pan/Jesús presenta dificultades inmensas para el individuo. ¿Cómo puede uno superar los obstáculos históricos para entrar de nuevo en la imaginación pagana de Pan y su naturaleza sin caer en un culto satánico salvaje? No podemos deshacernos sin más de nuestra historia, pero debemos luchar contra sus prejuicios.

El famoso ensayo de Matthew Arnold Hebrewism and Hellenism, ofrece una definición de este prejuicio. "La idea predominante del hebraísmo", escribe, es "la rigidez de la conciencia"; la del helenismo, "la espontaneidad de la conciencia". Por lo tanto, los fenómenos espontáneos de Pan pánico, instintos sexuales, pesadillas son abordados desde un punto de vista moral. Se nos dice que hemos de librar el combate del bien contra los malos impulsos.

La historia occidental nos ha dejado dos alternativas igualmente repugnantes. O bien adoramos a un Pan arcadio de una Naturaleza sentimentalizada que nos ofrece la liberación de esta historia, o bien lo maldecimos como un demonio pagano que amenaza a la civilización con su atavismo anárquico y otros excesos merecedores de etiquetas psicológicas como oscuridad, representación, exhibicionismo o instinto primitivo. El modo en que cada uno de nosotros responde a las llamadas de Pan y es conducido por él al territorio de "Grecia" depende en buena manera del matiz cristiano que subyace en el seno de nuestras más íntimas actitudes.

Así pues, parece que la única posibilidad de cruzar el puente hacia una imaginación de la Antigüedad pasa por dejar de lado esos puntos de vista tan llenos de prejuicios que nos han hecho "civilizados", y que siguen repitiendo la muerte de Pan a base de sentimentalizarlo y demonizarlo a un mismo tiempo.


James Hillman, Pan y la pesadilla (Editorial Atalanta)

Comentarios

  1. ¡Qué libros tan magníficos lee usted, señor Barbusse!

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  2. Jesús, barajo varios libros de Atalanta para llevarme estas vacaciones y este apunta muy fuerte. Hablando de Griegos (y de Latinos) ayer estuve con La Eneida en la piscina, tan abstraído con Virgilio que ni Helios ni ningún otro dios, ni mortal, lograba sacarme de cada hexámetro que leía con fruición.
    Es lo que nos ofrecen estas lecturas clásicas. Diversión y conocimiento de muchos quilates.
    Y una duda. Vi por ahí La trilogía de la guerra. ¿Cómo fue la lectura?.
    Un saludo

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    1. Hola, Francisco: pues si te digo la verdad, no lo acabé. Empecé entusiasmado con el primer bloque (el elemento intriga está muy bien conseguido), pero luego mi interés, ya en esa primera parte, fue decayendo poco a poco. Ni siquiera empecé el segundo relato. Comprendo que Fernández Mallo escribe con inteligencia y calidad, y que el planteamiento de su libro es interesante a priori, pero el efecto es que me quedo impasible ante lo que me cuenta, no llego a involucrarme en la historia, lo que leo me resulta ajeno y frío. Prefiero la literatura más vibrante, más intensa.

      Es lo que te puedo decir.

      Un saludo.

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  3. Hola Jesús, está bien saberlo porque a mí también me va la literatura vibrante e intensa y esta novela de Mallo la he tenido por casa sin que me haya decidido a leerla, porque leí Limbo y ni fu ni fa.

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