El río, de Ana María Matute
(Clásicos para regalar esta Navidad, 1)

El río, editado por Nórdica, con ilustraciones de Raquel Marín

Con diecisiete años descubrí a Ana María Matute y ya no paré de leerla. Lo mío fue, qué duda cabe, un flechazo literario en toda regla. Su Fiesta al noroeste, que es el primer título que leí de ella, me pareció hermoso y triste, como una tarde de invierno. Era un libro con una voz muy personal y estaba escrito con brío y un portentoso lirismo que invitaba a seguir conociendo a su autora. Y es lo que hice. Me compré y devoré casi todas sus novelas: la luminosa Primera memoria, la desbordante Los hijos muertos, la laberíntica Los soldados lloran de noche, la existencialista La trampa, la magistral La torre vigía; también sus volúmenes de cuentos (Algunos muchachos, Los niños tontos...), mitad ternura y mitad crueldad, como la vida misma, y en los que los niños eran retratados con idéntica complejidad que los adultos y no como pequeños idiotas. 

Todos sus textos, ya fuesen novelas o relatos, estaban dotados de un ritmo narrativo vibrante y adictivo. Desde entonces, Matute, junto con Cela y Delibes, conformaron mi particular Santísima Trinidad de la literatura española contemporánea. Cada cual tendrá la suya. Yo hablo de la mía, cuyo podio no ha sufrido alteración alguna desde entonces. 

Entre aquellos libros de Ana María que yo saboreé en mi adolescencia está El río, un volumen de relatos o estampas autobiográficas escrito en 1963, en el que la autora nos habla de la infancia perdida partiendo de una metáfora muy eficaz: la del pueblo sepultado bajo las aguas de un pantano. Basta citar el arranque del libro para mostrar el tono poético y melancólico que predomina en todo su recorrido: 

«Después de once años, he vuelto a Mansilla de la Sierra, el paisaje de mi niñez. El pantano ha cubierto ya el viejo pueblo, y un grupo de casas blancas, demasiado nuevas y como asombradas, resplandecen en el verdor húmedo de otoño.

Después de tanto tiempo, regresar al antiguo paisaje remueve y reaviva las imágenes borrosas, al parecer olvidadas, que saltan ante nosotros con un extraño significado actual y, a veces, patético. Pero todo está ahogado, viviente y ahogado a un tiempo, bajo esa capa de cristal verde oscuro, que me impide el paso hacia la vertiente de los bosques de Aranguecia, Ombrihuelas, allí donde tanto amé las hayas, los robles. El agua cubre lo que fueron vegas hermosas y dulces, bordeadas de álamos y chopos. Allí enfrente, al otro lado del pantano, están los árboles, las hojas que nos vieron niños, adolescentes. El agua lo cubre todo: el fantasma de la casa, los muros de piedra, el prado, la huerta, la chopera... Cuántos nombres, cuántas carreras de niño, ya mudos».

Ilustración de Raquel Marín para El río (Nórdica Editorial)

En los cuarenta y nueve relatos que componen El río, Ana María Matute escribe, con sencillez y hondura al mismo tiempo (difícil tarea) y con una evocación que mezcla realidad y misterio, sobre aquellas cosas que le dejaron huella, como esas gentes nómadas que iban por los pueblos ofreciendo unos servicios o productos que no tenían en las pequeñas poblaciones, o las emociones que le producía la naturaleza, o sobre aspectos tan diferentes como los hornos de pan, los mendigos, los disfraces, la muerte de un niño, los lobos, la niebla, las nubes, el eco... Y el río, siempre el río.

Con muy atinado criterio, Nórdica acaba de reeditar El río, en cartoné y con unas evocadoras ilustraciones de Raquel Marín que maridan estupendamente con la voz narrativa de la autora. Todo para ofrecernos un objeto precioso. Un objeto que se mira, se toca, se huele y, además, se lee.

Comentarios

Publicar un comentario