Descubriendo a James
Henry James fue un esteta. Un buscador de belleza literaria. Sabida es su elegancia estilística y su precisión descriptiva. Los papeles de Aspern, Los embajadores o Retrato de una dama —considerada por Bloom como su mejor obra— dan testimonio de ello. Hay obras suyas —alguien me podría mirar con mala cara— un poco plastas: La copa dorada, por ejemplo. Y otras, más accesibles: Washington Square, Las bostonianas, Daisy Miller... Fue un perspicaz diseccionador de la psicología humana, especialmente la femenina. Maestro en describir emociones que jamás sospechábamos que se pudieran plasmar con palabras. Practicó una nueva manera de narrar, no en primera, ni en tercera persona, sino en lo que él llamaba punto de vista, una especie de observación directa de los personajes con que entra y sale, como escrutador notario, de sus cabezas. El lector —que no se percibe fuera o a distancia, sino enmedio y en lo más hondo de lo que se está contando— llegará a conocer hasta el más leve gesto de Isabel Archer, hasta el más inasible y fugaz pensamiento del señor Lambert Strether. De oración larga y disgresiva, también James fue capaz de podar su prosa y derramar su talento en una novela de género: Otra vuelta de tuerca. Trató el tema de la inocencia y de la alienación. Enfrentó el Viejo y el Nuevo Mundo. Excepcional en el relato breve: La figura en la alfombra, La lección del maestro, En la jaula... Su soledad de gigante —dijo Graham Greene— solo fue comparable a la de Shakespeare. Nació en Nueva York y murió en Londres, y no al revés, como cabría suponer. Fue tartamudo.
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